“Tinto” sí que es una palabra bien internacional, puesto que sirve para denominar varias cosas, según en qué lado del planeta se pronuncie, así que en aras de la cultura y la integración, tomaré un momento para enumerar las definiciones que conozco y utilizo de dicha palabra:
- Tinto puede ser algo que ha sido untado de tinta o de una sustancia difícil de limpiar El cliché más popular es relativo a la sangre siendo la sustancia complicada y se usa para explicar que algo quedó como el final de un capitulo de True Blood. Yo prefiero darle un uso menos tenebroso a la palabra y decir algo por el estilo de “tinto en coca cola” para referirme al acto de echarme la gaseosa encima por culpa de una mesa de pata coja en una chaza de perros calientes en Barranquilla.
- Tinto puede ser un vino rojo. En España, pedir un tinto sin más, invariablemente lleva a que le sirvan una porción minúscula de la botella, caja, porrón o barril que hayan determinado como “de la casa” en el establecimiento. También hay tinto de verano, que es vino frio con gaseosa transparente. Ojo, no confundir con el calimocho o con la gente tacaña que rinde el vino con Bretaña para las visitas.
- Tinto, en su más criolla acepción, es un simple café negro, solo, sin perendengues ni chucherías acompañantes. Puede ser generosamente servido en taza, pocillo, totuma o termo; o bien puede ser dispensado en cualquier esquina en un vasito mínimo, a razón de doscientas o quinientas barras según el tamaño.
Obviamente que este escrito se refiere a la tercera definición de tinto. No tengo mucho que aportar de nuevo porque la verdad es más sentimiento que otra cosa. Como declaró mi amiga Sara por allá en twitter: “El café es sinónimo de bienestar” y eso se confirma en casa de mi abuelita, donde sin falta, se pone la olla (o cafetera, nunca supe bien que era) al caer la tarde, y alrededor de la mesa, sobre el mantel de huequitos, se van despachando las bebidas y las cosas de la vida. El olor a tinto me trae el recuerdo inmediato de esa mesa y de las señoras de mi familia materna echando rulo y riéndose de todo. El ritmo de los pocillos sobre los platos de flores lavanda con bordes dorados es la banda sonora de mis tardes de vacaciones de fin de año, en una época cuando vacaciones significaba no hacer nada.
En mi primer hogar, la del café es mi mami, que no falla en empezar y terminar el día (y pasarlo, directamente) con su tinto eterno e hirviente, que se le enfría mientras se encarga de sus oficios de mamá, abuela, u operadora telefónica de la red familiar. Cargado de grano y azúcar, el tintineo de la cucharita contra la taza es como el GPS que me permite ubicarla en cualquier rincón de la casa y que me reconforta en las escasas mañanas que amanezco por allá.
Raro es que a mí no me guste el tinto y poco el café con leche, o que sea más fan del té. Me pasa al contrario que a la iguana ribereña y rebelde de la canción. No se me ha pegado el gusto gringo por jartar galones de tinto aguado a diario y no creo que se me vaya a pegar ya. Aunque me digan hereje por echarle tres cuartos de leche y seis cuartos de azúcar a las esporádicas tazas de café que tomo, hay dos excepciones a esta preferencia. Una es el café de olla mexicano. No me pregunten qué es ni que tiene, solo sé que incluye canela y quien sabe que otras especias mas y que lo sirven en una jarrita de barro, ni muy caliente ni muy frio y que al probarlo, suena en mi cabeza la música del Buki. Les advertí que no preguntaran…
La otra excepción es el diminuto tinto de vendedor ambulante que tomo en el centro cívico de Barranquilla o en sus alrededores. Esta consumición es un evento tan raro, que da para escribir blog en el día del café, ya que tienen que darse varias condiciones al tiempo para que ocurra. Primero, tengo que estar físicamente en barranquilla, tengo que ir hasta el centro cívico, parquear, caminar hasta el edificio, tener las moneditas listas y armarme de paciencia para esperar que baje el hervor y poder tomármelo, pero eso no importa, porque comprar ese tinto, significa que estoy con mi mami, participando así sea en calidad de adorno en sus labores diarias de abogada, sintiendo aunque sea por unas horas, que nunca me fui y que no hay años y kilómetros de por medio. O mejor aún, asomándome por un instante a un universo paralelo en el que yo algo tengo de doctora y ejerzo a su lado, taconeando el granito de los pisos de los juzgados y haciendo malabares con hojas tamaño oficio porque algún uso hubo que encontrarle a mi incipiente desorden obsesivo-compulsivo. Así que aunque no me guste el tinto, si es el del centro cívico, lo tomaría por litros.